Quien ha visto la excelente película
del director Sydney Pollack “Danzad, danzad, malditos” no tendrá dificultad en
establecer un cierto paralelismo, en cuanto a posible representación simbólica
de su argumento, con el desarrollo del actual proceso electoral y de
investidura maratoniana en nuestro país.
Mientras la música continúa sonando
en la pista de la actual maratón democrática y las gentes siguen apostando por
aquellos candidatos que mejor sobrelleven el cansancio en este baile electoral
post-crisis, en los accesos a la fiesta siguen apostados y controlando la pista
de baile los que siempre han hecho negocio con todos los espectáculos, los que
han sacado réditos de todas las crisis, los señores del IBEX 35. Al mismo tiempo que los susodichos mantienen
su apuesta política preferente bien situada desde los altavoces del recinto
patrio, participados como están por ella.
Focos y cámaras no dejan por un
segundo de cubrir a los líderes representantes de este espectáculo, que acaparan
así la exclusividad en las expectativas políticas de las gentes. El mañana se
está jugando en este baile maratoniano de declaraciones, posicionamientos,
cifras y pactos que se nos trata de mostrar, mediante un totum revolutum, como
el universo de las propuestas políticas con respecto a lo posible. Por lo
enconado de la contienda podría deducirse que los vencedores habrían de ser, de
facto, los líderes que en el futuro pudieran cambiar nuestra situación,
haciendo posibles los deseos de quien en ellos confían; que fueran a ostentar
el poder de decisión sobre lo sustancial que afecta a lo particular y lo
colectivo.
El premio, para estos aventureros
del espectáculo electoral, sería poder ejercer su profesión política en el
gobierno de la nación, durante un tiempo estipulado en el que tendrían el honor
de servir al bien común de la comunidad política que los ha elegido y muy
especialmente el privilegio de priorizar y favorecer el de sus votantes y/o
fuerzas sociales o económicas que les dan apoyo.
Hasta aquí se podría argumentar
el guion pre-diseñado de este momento estelar de la democracia, el de la
elección de las candidaturas más apoyadas por la ciudadanía y el consiguiente
proceso de investidura, en un ejercicio necesario como ritual de delegación de
la soberanía popular. No obstante este ritual tiene una forma y un fundamento
establecidos desde el sistema que periódicamente monta esta “fiesta” electoral.
Gui Debord y el movimiento
Internacional Situacionista, que alimentó el espíritu del Mayo francés, argumentaron
sobre lo que denominaron Sociedad del
Espectáculo. Lanzaron este constructo contra la cara-espectáculo de la
sociedad y sus ritos y en concreto también en lo que afecta a la máscara de las
categorías políticas representativas. Las elecciones en esta sociedad del
espectáculo se producirían como una realidad ritual, una forma procedimental
caracterizada y pre-establecida desde el Poder. La representación se muestra
así como algo más real que la experiencia vivida y somete al individuo a la condición de
espectador pasivo y a aceptar pasivamente el estado de cosas existente. Los
ritos de la sociedad del espectáculo retroalimentan continuamente los aspectos
míticos del poder.
El mito demócrata liberal del poder
como soberanía popular es el más extendido y compartido de la política desde
las revoluciones francesa y americana
hasta nuestros días. Como todo mito cumple una función de anclaje de la
representación en un ideario, que es el ideario que acompaña a los
procedimientos implícitos en los rituales democráticos.
Contrariamente a la idea de soberanía
popular plasmada en los ordenamientos legislativos, un buen número de autores
desde la política, la sociología, la economía o la filosofía han abundado en el
aspecto ritual y mítico de la democracia liberal o formal. En realidad muchos
son los autores que han hablado de la realidad elitista de las democracias
occidentales. Las élites políticas, militares y económicas, decía el sociólogo
norteamericano Wraight Mills en los años 60 del siglo pasado, poseen un punto
común sobre el Mundo que hacen prevalecer e imponen socialmente, pero por
encima de todas está la élite económica que predomina sobre todas las demás.
Fue un politólogo, precisamente liberal, Robert A. Dahl quien en los 70 habló
de que el ordenamiento democrático constituía en realidad una Poliarquía, en
donde diferentes oligarquías políticas competían por obtener el poder. Aunque el
caso es que como muy bien señaló Wraight Mills, el poder político siempre ha
sido subsidiario del económico en los actuales sistemas democráticos.
Pero sobre todo y como ha
ilustrado el marxismo epistemológico, la democracia liberal hoy no es sino el
telón de fondo donde se reproduce la lucha de clases como motor de la historia,
en el sistema capitalista actual. En esta democracia formal, el logro
democrático igualitario de facto vendría dado por la derrota parlamentaria de
las fuerzas capitalistas oligárquicas, siendo que, cada vez más, se constata
cómo una democracia real es estrictamente incompatible con el sistema
capitalista. Como explicitaron teóricos sobre la democracia en diversas épocas,
como Alexis de Tocqueville o Norberto Bobbio, la democracia, aparte de con la
libertad de voto, tiene mucho que ver con las cuotas de igualdad conseguidas en
la sociedad; ha de ser procedimental y sustancial.
Finalmente, las teorías
anarquistas desde el socialismo libertario desconfiarían de cualquier forma de
estado como garante de la democracia posible y propondrían organizar la
sociedad en torno a confederaciones de comunidades o comunas libres y
autogestionadas. El mayor valor de las corrientes diversas de pensamiento
libertario, ha sido los valores que han proyectado en diversos movimientos
sociales y sociedad crítica. La democracia directa, radical, participativa y la
crítica de la representación, reivindicando otras formas de hacer política, más
consultas ciudadanas y una democracia informada y de base. Estos han sido
avances sociales teñidos en parte de algunos valores que los movimientos
libertarios han ido imprimiendo en la sociedad.
Llegados a este punto, surgen
preguntas inevitables que nos enfrentan a la verdad desnuda de la política ¿Quién tiene poder y cómo lo ostenta?
Hemos de preguntarnos por la
naturaleza del poder político, en qué consiste y bajo qué forma se representa. También establecer el territorio o unidad
política en la que se ejerce. Otra pregunta es cómo se distribuye el poder en
la sociedad. Así mismo hay hoy que preguntarse sobre el grado de poder que
adquieren los representantes electos para poder decidir y gestionar políticas
basadas en el encargo delegado por la sociedad y por su propio programa
político.
Desde que sucumbió el bloque
soviético, en el que el poder estaba concentrado en los aparatos del Estado,
fue un solo sistema, el capitalismo el que heredó la faz de la tierra. La falta
de contrapoder global, supuso la
extensión del libre mercado al mismo tiempo que el cuestionamiento de lo que de
estado había en las ideas políticas socialdemócratas y en el Estado de
bienestar. Los conservadores anglosajones adoptan el ideario del neoliberalismo
a final de los 70 y éste impregna en los
90 la socialdemocracia, que por medio de la llamada Tercera vía transforma su
sustancia de facto en social-liberalismo. A día de hoy las políticas
neoliberales que comienzan con Ronald Reagan y Margaret Thatcher han prendido
en todo el globo, que cada vez más se aproxima a constituir una finca global de
las grandes corporaciones, sean estas privadas, o estatales en antiguos países
comunistas o emiratos árabes .
Por otra parte, con el desarrollo
de la globalización, se ha transformado la naturaleza de la acumulación
capitalista. El desarrollo exponencial del capital ficticio en el conjunto de
la economía, ha supuesto grandes transformaciones en los equilibrios globales
de poder. Si con el triunfo, en los 80 y 90, de la factoría neoliberal el mercado
infringió un duro castigo a la sociedad mediante la reducción sustancial del
estado de derecho, con el hiperdesarrollo del sector finanzas dentro de la
economía a partir de los años 90 se ha producido una mímesis importante del
capitalismo global, que de una fase de capitalismo productivo ha mutado en
capitalismo financiero, lo que nos lleva a hablar hoy de una economía
financiarizada. Por cada euro, dólar o unidad monetaria que se emplean en el
desarrollo de la economía productiva, se están moviendo más de 90 en la
economía especulativa. Esto pervierte cualquier tipo de bondad que en el pasado
se haya podido atribuir al sistema capitalista y convierte la economía en un
juego de casino en el que, en
función del enriquecimiento ilimitado y el poder consecuente que
proporciona, una minoría de plutócratas depredan las vidas y el planeta en una carrera
despiadada y sin sentido hacia ninguna parte.
Mientras a este estado de cosas
económicas y la enorme desigualdad que genera, se le sigue llamando democracia,
los diversos partidos políticos pretenden que la ciudadanía les delegue, a
través del voto, un poder que este sistema no pone de facto en manos de los
representantes. La globalización financiera ha acabado - a través de la
competencia, la desregulación, la liberalización y privatización - convirtiendo
los estados concretos en fincas particulares de los plutócratas globales. Lo
que mueve el mundo de la vida hoy es fundamentalmente la lógica de los
inversores. En este nuevo orden de cosas el papel al que esta plutocracia
global quiere reducir los gobiernos, es el ser los “mayordomos” de sus fincas u
estados y el papel de las administraciones se convertiría en el de ser las
“amas de llaves”. Esto que en principio puede resultar aventurado y grotesco,
puede no ser tanto si bien lo pensamos. En este magma de poder, la soberanía
popular se hundiría e invisibilizaría bajo el peso de la desposesión. Se ha
producido un movimiento tectónico en el necesario equilibrio de poderes entre
el Estado, Mercado y Sociedad. Hace dos décadas que se viene hablando de
dictadura de los mercados.
Paralelamente a la pérdida de
poder y control por parte de los gobiernos, el sistema profundizaba y globalizaba
sus propios riesgos, al mismo tiempo que generaba nuevos. Cada riesgo genera un
peligro para las sociedades y el planeta, así que el abordaje de los riesgos se
convierte necesariamente en cuestión política. En una fase de autoconciencia
reflexiva, la sociedad puede llegar a ser consciente de los peligros y amenazas
incontroladas que genera y esto a nivel político se convierte en conflictos
sobre los males que se producen y las responsabilidades de cada cual. Este
hecho incontrovertible, lo explica muy bien Ulrich Beck en sus libros “La
sociedad del riesgo” (1986) y La sociedad del riesgo Global (2001). Esta
sociedad del riesgo, arguye Beck diluye los lazos sociales, motivo por el que
la sociedad sufriría un proceso de individuación creciente.
En la época global de
interconectividad, intercausalidad e interdependecia crecientes surgen nuevos
riesgos globales que generan una época de gran
incertidumbre, lo que añade grandes dosis de complejidad al ejercicio de
la política. De todos es sabido que la globalización financiera ha generado
riesgos que impiden a los estados resolver los peligros que atenazan a sus
sociedades basándose en la gestión política
propia. Este es el principal factor que hoy minimiza la capacidad de los
estados para abordar con solvencia las causas de, por ejemplo, la crisis
financiera y económica, el mercado laboral, la crisis del Estado de Bienestar, el
deterioro del medioambiente, los conflictos bélicos por los combustibles
fósiles y otras industrias extractivas, el terrorismo internacional y otros
riesgos globales.
Mientras la democracia está secuestrada
por los mercados y el mero ejercicio político queda muy restringido por el peso
de las corporaciones globales, la escasa sociedad organizada languidece entre
las trampas de los cercos patrios, pues los representantes a quienes se dirigen
las reivindicaciones, ya solo son meros mayordomos que gestionan las reglas de
juego de los señoritos globales. Por otro lado el gran conjunto social
irreflexivo e inconsciente, permanece aferrado a la reproducción de los actos y
valores que alimentan al gran depredador global. Podríamos decir que hoy avanza
como nunca el sueño de Margaret Thatcher cuando dijo “La sociedad no existe.
Hay individuos, hombres y mujeres y hay familias".
Las crisis no generan oportunidades,
solo a una minoría plutócrata, pero lo que sí sucede es que ayudan a las
personas a valorar lo que se perdió con ella y a reflexionar sobre el por qué.
Es esto lo que puede crear de nuevo las condiciones de construcción de nuevos
entramados de movimientos sociales resistentes a sus efectos y por el cambio.
Estamos ahora en un momento de
estupor social, donde se derrumban cada día derechos adquiridos a nivel
económico y social y en donde se disparan las desigualdades. Sin embargo, no
solo “el Rey está desnudo”, la sociedad también. Ante el gran poder del
depredador global, no hay proyecto político alternativo, ni posibilidad de
cohesión social crítica y de revuelta. El Mercado se ha apoderado y enseñoreado
del mundo de la vida y de las instituciones.
Todas las viejas tradiciones
políticas de izquierda se han quedado sin apenas discurso, porque aquí no se
vislumbra hoy nada que asaltar, o por lo menos asaltable. Asaltar el Estado es difícil
para la izquierda en las sociedades pluralistas desarrolladas, dado el
transfondo pluralista y dividido políticamente de la sociedad. Es más, en los
últimos tiempos son las fuerzas neoliberales las que ostentan la mayoría
representativa en Europa y los parlamentos de todos los países desarrollados.
A esto hay que añadir que la
izquierda tradicional, o bien ha sido asimilada, o bien ve chocar sus
argumentos contra los muros, hoy infranqueables, de la globalización
capitalista.
Deconstruir el actual estado de
cosas es el reto de cualquier fuerza emancipadora hoy, sea a nivel social o
político. Es ya hora de plantearse un salto cualitativo en las respuestas desde
la política y la sociedad. Al Gran depredador solo hay posibilidad de ofrecerle
resistencia si la sociedad y la política cambian su enfoque restrictivo
territorial en exclusiva y se organizan para salir también a presentar batalla
en el marco que el juego está planteado desde hace tiempo, en el terreno
global.
El marco estatal está claramente
incapacitado para crear emancipaciones sostenibles, porque el marco global
establecido es el de competencia y en este marco todas las sociedades luchan
por conquistar beneficios, muchas veces a costa de otras sociedades
contendientes. Aparte de esto, como hemos podido ver en el caso de Grecia,
Brasil o Argentina recientemente, la diferencia no se tolera. Tampoco se le
tolera a Cuba, Bolivia o Venezuela, en continuo “estado de sitio”. Las personas
solas no son nada, los países aislados tampoco.
Cuando no es posible afrontar el
paradigma de ciudadanía desde los Estados nación, la multitud global más
consciente, habrá de redefinir el contexto de ciudadanía con valores que
trasciendan la nación y derriben la mayor arma del capital: el haber sometido a
los estados a la competencia.
No hemos de dejar el
cosmopolitismo en manos de los inversores globales. Todo lenguaje se prostituye
y el término cosmopolitismo hoy, como vendrá observando cualquier lector
habitual, sirve para nombrar a los agentes del negocio global, que invierten no
importa donde, solo que obtengan los mayores beneficios a costa de la sociedad
y el planeta. El cosmopolitismo habría de ser junto al internacionalismo los
dos grandes ejes de la ciudadanía global empoderada.
Cuando hace tiempo se hundió la
esperanza de enarbolar internacionalmente los valores republicanos y en gran
parte han sido sustituidos por los valores del neoliberalismo: Individualismo
posesivo, competitividad y consumo irresponsable. La competencia nos lleva a
enfrentarnos al otro y a establecer fronteras físicas, psíquicas y mentales
ante él, sea persona o estado. Tendremos que dejar de construir más muros,
diluir las fronteras interpersonales y hacernos ingenieros de la solidaridad y
la cooperación para tender puentes, para unir pueblos. El cambio de paradigma,
para salvar la vida y el planeta, ha de ser muy profundo y ha de prender en la
conciencia y en los corazones.
Es tiempo ya de decir basta, de
no dejar pasar, por parte de las fuerzas del cambio conscientes ni un minuto
más en organizarse a nivel europeo y a nivel global.
Hay en este sentido tímidos
movimientos de sectores sociopolíticos de ciudadanía en Europa que habremos de
seguir muy de cerca en los próximos tiempos.
Ulrich Beck nos habla de una
revolución cosmopolita de signo republicano y llama a los artífices de esta
revolución “los hijos de la libertad” que constituirían una comunidad no
territorial que luche globalmente por combatir la globalización mediante
valores y objetivos cosmopolitas. Organizar estas redes de ciudadanos y
ciudadanas sería la herencia más honrosa de aquellos que en los siglos XIX y XX
viajaron por el Mundo organizando las Internacionales contra la explotación
capitalista.
Antonio Fuertes Esteban
21 de octubre de 2016
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