Quien haya visto la excelente película del director Sydney Pollack
“Danzad, danzad, malditos” no tendrá dificultad en establecer un cierto
paralelismo, en cuanto a posible representación simbólica de su
argumento, con el desarrollo de los actuales procesos electorales y de
investidura maratoniana en nuestras democràcies liberales.
Mientras la música continúa sonando en la pista de las performances
democráticas y las gentes siguen apostando por aquellos candidatos que
mejor sobrelleven el cansancio en el baile electoral post-crisis, en los
accesos a la fiesta siguen apostados y controlando la pista de baile
los que siempre han hecho negocio con todos los espectáculos, los que
han sacado réditos de todas las crisis, los plutócratas de turno. Al
mismo tiempo que los susodichos mantienen su apuesta política preferente
bien situada desde los altavoces del recinto patrio bajo su control.
Focos y cámaras no dejan por un segundo de cubrir a los líderes
representantes de este espectáculo, que acaparan así la exclusividad en
las expectativas políticas de las gentes. El mañana se está jugando
mediante un baile maratoniano de declaraciones, posicionamientos, cifras
y pactos que se nos tratan de mostrar, mediante un totum revolutum,
como el universo de las propuestas políticas con respecto a lo posible.
Por lo enconado de la contienda podría deducirse que los vencedores
habrían de ser, de facto, los líderes que en el futuro pudieran cambiar
nuestra situación, haciendo posibles los deseos de quien en ellos
confían; que fueran a ostentar el poder de decisión sobre lo sustancial
que afecta a lo particular y lo colectivo.
El premio, para estos aventureros del espectáculo electoral, sería
poder ejercer su profesión política en el gobierno de la nación, durante
un tiempo estipulado en el que tendrían el honor de servir al bien
común de la comunidad política que los ha elegido y muy especialmente el
privilegio de priorizar y favorecer el de sus votantes y/o fuerzas
sociales o económicas que les dan apoyo.
Hasta aquí se podría argumentar el guion pre-diseñado de este
momento estelar de la democracia, el de la elección de las candidaturas
más apoyadas por la ciudadanía y el consiguiente proceso de investidura,
en un ejercicio necesario como ritual de delegación de la soberanía
popular. No obstante este ritual tiene una forma y un fundamento
establecidos desde el sistema que periódicamente monta esta “fiesta”
electoral.
Gui Debord y el movimiento Internacional Situacionista, que alimentó
el espíritu del Mayo francés, argumentaron sobre lo que denominaron
Sociedad del Espectáculo. Lanzaron este constructo contra la
cara-espectáculo de la sociedad y sus ritos y en concreto también en lo
que afecta a la máscara de las categorías políticas representativas. Las
elecciones en esta sociedad del espectáculo se producirían como una
realidad ritual, una forma procedimental caracterizada y pre-establecida
desde el Poder. La representación se muestra así como algo más real que
la experiencia vivida y somete al individuo a la condición de
espectador pasivo y a aceptar pasivamente el estado de cosas existente.
Los ritos de la sociedad del espectáculo retroalimentan continuamente
los aspectos míticos del poder.
El mito demócrata liberal del poder como soberanía popular es el más
extendido y compartido de la política desde las revoluciones francesa y
americana hasta nuestros días. Como todo mito cumple una función de
anclaje de la representación en un ideario, que es el ideario que
acompaña a los procedimientos implícitos en los rituales democráticos.
Contrariamente a la idea de soberanía popular plasmada en los
ordenamientos legislativos, un buen número de autores desde la política,
la sociología, la economía o la filosofía han abundado en el aspecto
ritual y mítico de la democracia liberal o formal. En realidad muchos
son los autores que han hablado de la realidad elitista de las
democracias occidentales. Las élites políticas, militares y económicas,
decía el sociólogo norteamericano Wraight Mills en los años 60 del siglo
pasado, poseen un punto común sobre el Mundo que hacen prevalecer e
imponen socialmente, pero por encima de todas está la élite económica
que predomina sobre todas las demás. Fue un politólogo, precisamente
liberal, Robert A. Dahl quien en los 70 habló de que el ordenamiento
democrático constituía en realidad una Poliarquía, en donde diferentes
oligarquías políticas competían por obtener el poder. Aunque el caso es
que como muy bien señaló Wraight Mills, el poder político siempre ha
sido subsidiario del económico en los actuales sistemas democráticos.
Pero sobre todo y como ha ilustrado el marxismo epistemológico, la
democracia liberal hoy no es sino el telón de fondo donde se reproduce
la lucha de clases como motor de la historia, en el sistema capitalista
actual. En esta democracia formal, el logro democrático igualitario de
facto vendría dado por la derrota parlamentaria de las fuerzas
capitalistas oligárquicas, siendo que, cada vez más, se constata cómo
una democracia real es estrictamente incompatible con el sistema
capitalista. Como explicitaron teóricos sobre la democracia en diversas
épocas, como Alexis de Tocqueville o Norberto Bobbio, la democracia,
aparte de con la libertad de voto, tiene mucho que ver con las cuotas de
igualdad conseguidas en la sociedad; ha de ser procedimental y
sustancial.
Finalmente, las teorías anarquistas desde el socialismo libertario
desconfiarían de cualquier forma de estado como garante de la democracia
posible y propondrían organizar la sociedad en torno a confederaciones
de comunidades o comunas libres y autogestionadas. El mayor valor de las
corrientes diversas de pensamiento libertario, ha sido los valores que
han proyectado en diversos movimientos sociales y sociedad crítica. La
democracia directa, radical, participativa y la crítica de la
representación, reivindicando otras formas de hacer política, más
consultas ciudadanas y una democracia informada y de base. Estos han
sido avances sociales teñidos en parte de algunos valores que los
movimientos libertarios han ido imprimiendo en la sociedad.
Llegados a este punto, surgen preguntas inevitables que nos
enfrentan a la verdad desnuda de la política ¿Quién tiene poder y cómo
lo ostenta?
Hemos de preguntarnos por la naturaleza del poder político, en qué
consiste y bajo qué forma se representa. También establecer el
territorio o unidad política en la que se ejerce. Otra pregunta es cómo
se distribuye el poder en la sociedad. Así mismo hay hoy que preguntarse
sobre el grado de poder que adquieren los representantes electos para
poder decidir y gestionar políticas basadas en el encargo delegado por
la sociedad y por su propio programa político.
Desde que sucumbió el bloque soviético, en el que el poder estaba
concentrado en los aparatos del Estado, fue un solo sistema, el
capitalismo el que heredó la faz de la tierra. La falta de contrapoder
global, supuso la extensión del libre mercado al mismo tiempo que el
cuestionamiento de lo que de estado había en las ideas políticas
socialdemócratas y en el Estado de bienestar. Los conservadores
anglosajones adoptan el ideario del neoliberalismo a final de los 70 y
éste impregna en los 90 la socialdemocracia, que por medio de la llamada
Tercera vía transforma su sustancia de facto en social-liberalismo. A
día de hoy las políticas neoliberales que comienzan con Ronald Reagan y
Margaret Thatcher han prendido en todo el globo, que cada vez más se
aproxima a constituir una finca global de las grandes corporaciones,
sean estas privadas, o estatales en antiguos países comunistas o
emiratos árabes.
Por otra parte, con el desarrollo de la globalización, se ha
transformado la naturaleza de la acumulación capitalista. El desarrollo
exponencial del capital ficticio en el conjunto de la economía, ha
supuesto grandes transformaciones en los equilibrios globales de poder.
Si con el triunfo, en los 80 y 90, de la factoría neoliberal el mercado
infringió un duro castigo a la sociedad mediante la reducción sustancial
del estado de derecho, con el hiperdesarrollo del sector finanzas
dentro de la economía a partir de los años 90 se ha producido una
mímesis importante del capitalismo global, que de una fase de
capitalismo productivo ha mutado en capitalismo financiero, lo que nos
lleva a hablar hoy de una economía financiarizada. Por cada euro, dólar o
unidad monetaria que se emplean en el desarrollo de la economía
productiva, se están moviendo 96 en la economía especulativa. Esto
pervierte cualquier tipo de bondad que en el pasado se haya podido
atribuir al sistema capitalista y convierte la economía en un juego de
casino en el que, en función del enriquecimiento ilimitado y el poder
consecuente que proporciona, una minoría de plutócratas depredan las
vidas y el planeta en una carrera despiadada y sin sentido hacia ninguna
parte.
Mientras a este estado de cosas económicas y la enorme desigualdad
que genera, se le sigue llamando democracia, los diversos partidos
políticos pretenden que la ciudadanía les delegue, a través del voto, un
poder que este sistema no pone de facto en manos de los representantes.
La globalización financiera ha acabado – a través de la competencia, la
desregulación, la liberalización y privatización – convirtiendo los
estados concretos en fincas particulares de los plutócratas globales. Lo
que mueve el mundo de la vida hoy es fundamentalmente la lógica de los
inversores. En este nuevo orden de cosas el papel al que esta
plutocracia global quiere reducir los gobiernos, es el ser los
“mayordomos” de sus fincas u estados y el papel de las administraciones
se convertiría en el de ser las “amas de llaves”. Esto que en principio
puede resultar aventurado y grotesco, puede no ser tanto si bien lo
pensamos. En este magma de poder, la soberanía popular se hundiría e
invisibilizaría bajo el peso de la desposesión. Se ha producido un
movimiento tectónico en el necesario equilibrio de poderes entre el
Estado, Mercado y Sociedad. Hace dos décadas que se viene hablando de
dictadura de los mercados.
Paralelamente a la pérdida de poder y control por parte de los
gobiernos, el sistema profundizaba y globalizaba sus propios riesgos, al
mismo tiempo que generaba nuevos. Cada riesgo genera un peligro para
las sociedades y el planeta, así que el abordaje de los riesgos se
convierte necesariamente en cuestión política. En una fase de
autoconciencia reflexiva, la sociedad puede llegar a ser consciente de
los peligros y amenazas incontroladas que genera y esto a nivel político
se convierte en conflictos sobre los males que se producen y las
responsabilidades de cada cual. Este hecho incontrovertible, lo explica
muy bien Ulrich Beck en sus libros “La sociedad del riesgo” (1986) y La
sociedad del riesgo Global (2001). Esta sociedad del riesgo, arguye Beck
diluye los lazos sociales, motivo por el que la sociedad sufriría un
proceso de individuación creciente.
En
la época global de interconectividad, intercausalidad e
interdependencia crecientes surgen nuevos riesgos globales que generan
una época de gran incertidumbre, lo que añade grandes dosis de
complejidad al ejercicio de la política. De todos es sabido que la
globalización financiera ha generado riesgos que impiden a los estados
resolver los peligros que atenazan a sus sociedades basándose en la
gestión política propia. Este es el principal factor que hoy minimiza la
capacidad de los estados para abordar con solvencia las causas de, por
ejemplo, la crisis financiera y económica, el mercado laboral, la crisis
del Estado de Bienestar, el deterioro del medioambiente, los conflictos
bélicos por los combustibles fósiles y otras industrias extractivas, el
terrorismo internacional y otros riesgos globales.
Mientras la democracia está secuestrada por los mercados y el mero
ejercicio político queda muy restringido por el peso de las
corporaciones globales, la escasa sociedad organizada languidece entre
las trampas de los cercos patrios, pues los representantes a quienes se
dirigen las reivindicaciones, ya solo son meros mayordomos que gestionan
las reglas de juego de los señoritos globales. Por otro lado el gran
conjunto social irreflexivo e inconsciente, permanece aferrado a la
reproducción de los actos y valores que alimentan al gran depredador
global. Podríamos decir que hoy avanza como nunca el sueño de Margaret
Thatcher cuando dijo “La sociedad no existe. Hay individuos, hombres y
mujeres y hay familias».
Las crisis no generan oportunidades, solo a una minoría plutócrata,
pero lo que sí sucede es que ayudan a las personas a valorar lo que se
perdió con ella y a reflexionar sobre el por qué. Es esto lo que puede
crear de nuevo las condiciones de construcción de nuevos entramados de
movimientos sociales resistentes a sus efectos y por el cambio.
Estamos ahora en un momento de estupor social, donde se derrumban
cada día derechos adquiridos a nivel económico y social y en donde se
disparan las desigualdades. Sin embargo, no solo “el Rey está desnudo”,
la sociedad también. Ante el gran poder del depredador global, no hay
proyecto político alternativo, ni posibilidad de cohesión social crítica
y de revuelta. El Mercado se ha apoderado y enseñoreado del mundo de la
vida y de las instituciones.
Todas las viejas tradiciones políticas de izquierda se han quedado
sin apenas discurso, porque aquí no se vislumbra hoy nada que asaltar, o
por lo menos asaltable. Asaltar el Estado es difícil para la izquierda
en las sociedades pluralistas desarrolladas, dado el transfondo
pluralista y dividido políticamente de la sociedad. Es más, en los
últimos tiempos son las fuerzas neoliberales las que ostentan la mayoría
representativa en Europa y los parlamentos de todos los países
desarrollados.
A esto hay que añadir que la izquierda tradicional, o bien ha sido
asimilada, o bien ve chocar sus argumentos contra los muros, hoy
infranqueables, de la globalización capitalista.
Deconstruir el actual estado de cosas es el reto de cualquier fuerza
emancipadora hoy, sea a nivel social o político. Es ya hora de
plantearse un salto cualitativo en las respuestas desde la política y la
sociedad. Al Gran depredador solo hay posibilidad de ofrecerle
resistencia si la sociedad y la política cambian su enfoque restrictivo
territorial en exclusiva y se organizan para salir también a presentar
batalla en el marco que el juego está planteado desde hace tiempo, en el
terreno global.
El marco estatal está claramente incapacitado para crear
emancipaciones sostenibles, porque el marco global establecido es el de
competencia y en este marco todas las sociedades luchan por conquistar
beneficios, muchas veces a costa de otras sociedades contendientes.
Aparte de esto, como hemos podido ver en los casos de Grecia, Cuba,
Venezuela, Brasil, Bolivia o Ecuador recientemente, la diferencia no se
tolera. Las personas solas no son nada, los países aislados tampoco.
Cuando no es posible afrontar el paradigma de ciudadanía desde los
Estados nación, la multitud global más consciente, habrá de redefinir el
contexto de ciudadanía con valores que trasciendan la nación y derriben
la mayor arma del capital: el haber sometido a los estados a la
competencia.
No hemos de dejar el cosmopolitismo en manos de los inversores
globales. Todo lenguaje se prostituye y el término cosmopolitismo hoy,
como vendrá observando cualquier lector habitual, sirve para nombrar a
los agentes del negocio global, que invierten no importa donde, solo que
obtengan los mayores beneficios a costa de la sociedad y el planeta. El
cosmopolitismo habría de ser junto al internacionalismo los dos grandes
ejes de la ciudadanía global empoderada.
Cuando hace tiempo se hundió la esperanza de enarbolar
internacionalmente los valores republicanos y en gran parte han sido
sustituidos por los valores del neoliberalismo: Individualismo posesivo,
competitividad y consumo irresponsable. La competencia nos lleva a
enfrentarnos al otro y a establecer fronteras físicas, psíquicas y
mentales ante él, sea persona o estado. Tendremos que dejar de construir
más muros, diluir las fronteras interpersonales y hacernos ingenieros
de la solidaridad y la cooperación para tender puentes, para unir
pueblos. El cambio de paradigma, para salvar la vida y el planeta, ha de
ser muy profundo y ha de prender en la conciencia y en los corazones.
Es tiempo ya de decir basta, de no dejar pasar, por parte de las
fuerzas del cambio conscientes ni un minuto más en organizarse a nivel
europeo y a nivel global. Hay en este sentido tímidos movimientos de sectores sociopolíticos
de ciudadanía en Europa que habremos de seguir muy de cerca en los
próximos tiempos.
Ulrich Beck nos habla de una revolución cosmopolita de signo
republicano y llama a los artífices de esta revolución “los hijos de la
libertad” que constituirían una comunidad no territorial que luche
globalmente por combatir la globalización mediante valores y objetivos
cosmopolitas. Organizar estas redes de ciudadanos y ciudadanas sería la
herencia más honrosa de aquellos que en los siglos XIX y XX viajaron
por el Mundo organizando las Internacionales contra la explotación
capitalista.