miércoles, 20 de mayo de 2009

Reinventar Europa










SAMI NAÏR
El País 19-05-2009


Europa nunca ha sido un proyecto integrado por las poblaciones europeas en su identidad profunda. Para las clases dirigentes, la construcción europea ha significado una extensión de sus intereses económicos con la conquista de un vasto mercado libre y solvente y, de paso, un medio con el que los modelos sociales del siglo pasado podían ser (y lo fueron) cuestionados. Para las nuevas clases medias, que fueron el auténtico vector de la idea de Europa, ésta ha desempeñado un papel de cómodo sustituto de las ideologías de futuro, más o menos socialistas, que obstruían el campo político desde principios de siglo XX. En cambio, para las clases populares, Europa no ha representado ni un destino, ni tampoco un proyecto movilizador. Su bajo nivel de participación en las elecciones europeas desde que se instauró el sufragio universal es una prueba elocuente de ello en toda Europa.

Este profundo desinterés popular no ha hecho, desde entonces, más que crecer. Hoy se ha transformado en desafección política y, un hecho más grave aún, se está convirtiendo en un rechazo a Europa, en un repliegue nacional debido a las políticas concretas que ha materializado la Europa liberal. Pero hoy, la evolución más preocupante afecta a las propias clases medias: si analizamos sociológicamente los resultados de diversos referendos que han tenido lugar sobre el futuro institucional de Europa, todo parece transcurrir como si las clases medias estuvieran abandonando progresivamente el sueño europeo. La crisis está deslegitimando la construcción europea a los ojos de esos estratos sociales, poniendo en evidencia la impotencia de Europa.

Esta crisis ha revelado varias cosas. Tenemos, en primer lugar, la sorprendente impotencia de la Comisión Europea en Bruselas. Impotencia que se debe principalmente a su dogmatismo librecambista, el cual se ha visto reforzado desde la llegada de los países del Este. Los dirigentes de la Comisión no las ven venir, no se percatan de nada, no prevén nada. Esta institución vive en una suerte de sueño liberal de la política de la competencia: a pesar de las propuestas adelantadas en el Libro blanco de Jacques Delors hacia finales de los años ochenta, nunca ha reflexionado sobre lo que podría ser una política de empleo y de crecimiento. Se ha opuesto siempre tajantemente a toda coordinación entre las políticas económicas de los países de la zona euro; no ha hecho nada, bajo pretexto de no tocar el sacrosanto principio de la competencia para proteger el mercado europeo de las agresiones destructoras de empleos venidas de fuera.


Podríamos añadir otras cien debilidades...

Pero, en segundo lugar, tampoco es justo que sólo culpemos a la Comisión de esta imprevisión: ha hecho lo que los Estados y los grandes partidos políticos le pedían que hiciera. Ahora bien, es evidente que desde el Acta Única de 1986 existe una alianza objetiva, potente, cómplice, entre la derecha y la izquierda europeas para apoyar el dogmatismo liberal de la Comisión (impulsado desde la entrada de Reino Unido). Esta alianza ha dañado considerablemente a la izquierda europea: le ha impedido plantear la cuestión del contenido social de la Europa en construcción, del modelo de desarrollo alternativo al liberalismo, del papel de Europa en el mundo.

Finalmente, el eje franco-alemán, motor de la construcción europea, está hoy en crisis. Parece que a Alemania ahora le interesan más los países del Este, inmenso mercado para sus exportaciones, que la Europa occidental. Las peticiones de Francia para poner en marcha una política coordinada en la zona euro, en concreto para vigilar la estrategia del Banco Central, son sistemáticamente rechazadas por Alemania y sus aliados. Hacía tiempo que no conocíamos una crisis tan profunda entre Francia y Alemania, a pesar de los abrazos entre Sarkozy y Merkel ante la galería. La reunión del G-20 en Londres, en abril, fue, para los que leen atentamente los comunicados internacionales, una victoria absoluta de Alemania, ya que ésta enfrió las peticiones del presidente Obama para desarrollar una política mundial coordinada ante la crisis, y negó a Francia, una vez más, una estrategia europea común de reactivación del consumo.

Esta situación conlleva graves peligros para el futuro de la construcción europea. Se debe restablecer la confianza entre los principales socios de la Unión, en concreto, desarrollando estrategias de cooperación en materia de empleo, medioambiente, y de protección de los modelos sociales basados en la justicia y la solidaridad. La actual crisis mundial sella el fracaso del liberalismo económico. Las elecciones europeas deberían ser el momento ideal para plantearse estas preguntas, y contribuir así a formar una verdadera opinión pública europea.

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