Juan Torres López
Consejo Científico de ATTAC España
Los resultados de las elecciones europeas son desoladores para los ciudadanos progresistas no sólo por la victoria conservadora sino por la elevada abstención que muestra cómo el proyecto europeo se difumina cada vez más entre la desilusión y la apatía.
Pero no creo que nadie pueda sorprenderse. Socialdemócratas y populares han votado juntos una gran mayoría de iniciativas parlamentarias claramente liberales e incluso pocos días antes de las elecciones una parte de los primeros anunciaba ya que apoyaría al candidato conservador Durao Barroso. Las corrientes más moderadas de la izquierda se han pegado tanto a los planteamientos neoliberales que apenas si mantienen diferencias notables con la derecha a la hora de gobernar Europa. Y es lógico, por tanto, que sus votantes potenciales se pregunten, sin encontrar respuesta positiva, para qué sirve ir a votar cuando su preferencia electoral está siendo constantemente traicionada.
Pero me temo que ni siquiera la derrota de la izquierda es lo peor que reflejan estas elecciones. El problema es que se consolida el proyecto europeo diluido y diluyente que siempre han querido imponer los grandes grupos industriales y financieros.
¿Qué interés van a tener para ir a votar los ciudadanos europeos que cuando votan lo que no conviene a los convocantes son llamados de nuevo hasta que salen los resultados que se desea obtener? ¿Y con qué ánimo hacerlo a un parlamento que cada vez que enmienda a la Comisión enseguida es corregido hasta que se logra sacar adelante lo que ésta ha decidido que sea aprobado? ¿Qué ilusión democrática puede deparar una Europa que no lo es? ¿Y qué impulso ciudadano va a recibir de las elecciones una Europa que cada vez disimula menos que no está concebida para ser de los ciudadanos?
A nadie puede extrañar que no se vote pero es que eso es justamente lo que van buscando los grandes centros de poder industrial y financiero.
La patronal europea (UNICE, Bussiness Europe) o los grandes grupos de presión entre los que destaca la Mesa Redonda Europea de Industriales vienen diseñando paso a paso este proceso encaminado a convertir Europa en un simple mercado en el que exista la mínima intromisión política posible de los ciudadanos.
Sus propuestas sobre el acta única, sobre la agenda de Lisboa, sobre pensiones, sobre regulación industrial o medioambiental… se vienen traduciendo desde hace años en la letra exacta de las directivas europeas y ahora trabajan para que no haya norma en el continente que se aplique sin una evaluación previa de lo que llaman “impacto empresarial”, lo que más o menos significa que no habrá manera de que en Europa se legisle en menoscabo de cualquiera de sus privilegios.
Su apuesta está siendo bien clara: una Comisión fuerte y sorda ante voces que no sean las suyas, sistemas de mayorías cualificadas que en la práctica impiden el gobierno democrático de los asuntos comunes, ampliaciones asimétricas que dificulten las alianzas y proporcionen mejores condiciones de aprovisionamiento laboral y, sobre todo, la inacción o la claramente insuficiente actuación ante los asuntos relevantes para los ciudadanos, como hemos visto que está ocurriendo en la crisis que vivimos.
La inteligencia que inspira a la Europa actual es la que proporcionan estas grandes empresas y los casi 1000 grupos de presión afincados en Bruselas frente a una clase política incapaz de hacerse notar y actuar como representantes auténticos de los ciudadanos.
Los tiempos que vendrán no van a ser buenos porque la derecha triunfante es una aliada natural de estos grupos y porque sus valores conservadores no ponen en peligro, sino más bien todo lo contrario, el status quo institucional que demandan los grandes industriales. Lo previsible es que se fortalezcan las medidas anti sociales, la aplicación de las directivas de servicios, el ataque a los derechos laborales y que siga incluso con más ímpetu la aplicación de medidas destinadas a desmantelar los ya de por sí débiles focos de resistencia “bienestarista” ante la retórica de la competitividad que en realidad solo consiste en facilitar la apropiación de rentas por parte del capital, como ha venido sucediendo.
De todo esto son responsables todas las familias de la izquierda que no han sido capaces de unirse, de crear un discurso común y de forjar una ilusión europea compartida. Pero me atrevo a pensar que lo es especialmente la izquierda que viene siendo lamentablemente cómplice de la derecha europea y silente ante el poder de los poderes fácticos que gobiernan Europa. Es la mayoritaria, la que ha tenido responsabilidades de gobierno y, por tanto, la que en mayor medida ha dilapidado ilusiones y cosechado fracasos y frustraciones.
Aunque es cierto que aún es pronto, lo sorprendente, sin embargo, es que esta izquierda (como también la más radical, por qué no decirlo) de por buena la derrota y que no anuncie una reflexión profunda sobre su papel en Europa, mucho más ahora que una crisis gigantesca ha puesto tan de evidencia a las políticas neoliberales.
Si la derrota sirviera para abrir un debate sobre la Europa social, sobre la necesidad de convertir a nuestro continente en un baluarte de la igualdad y la ciudadanía democrática, en un contrapeso cosmopolita frente al imperio, sobre la urgencia de que las izquierdas se entiendan y converjan en torno a un mismo lenguaje de respeto a su diversidad pero realmente transformador, ilusionante y movilizador, quizá hasta la propia derrota pudiera ser bienvenida. Pero si no se avanza en esa dirección y no se incide para evitar que la coyuntura de crisis se degrade y degrade a la sociedad, podemos prepararnos para un vertiginoso y preocupante giro a la derecha y hacia sus valores más reaccionarios que quizá destroce para siempre el sueño europeo.
Artículo publicado en Sistema Digital.
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