María José Fariñas - Comité de Apoyo de ATTAC España
Durante los años en que el capitalismo neoliberal estuvo en auge se transmitió la idea de que el concepto de “clase social” había perdido ya su significado político y, por lo tanto, su capacidad de movilización social y de reglamentación jurídica.
Este argumento se basaba en la pérdida de la centralidad social que el trabajo y los derechos a él asociados habían tenido en la anterior fase del capitalismo productivo como medio de estructuración social. Esto condujo, por una parte, a un proceso de fragmentación, desarticulación y pérdida de la conciencia ideológica de la clase trabajadora y, por otra, a la ruptura del sistema institucional de las relaciones sociales de producción.
Nada más lejos de la realidad. La actual crisis del capitalismo financiero está desmintiendo todos estos argumentos. El proceso de la globalización del capitalismo neoliberal que hemos vivido en las tres últimas décadas, lejos de consolidar una pretendida “sociedad de propietarios libres”, ha ido incrementando hasta límites insoportables la desigualdad social, el empobrecimiento económico, social y cultural, la precariedad laboral, la reducción salarial, los despidos masivos y, en definitiva, el descontento social y la insatisfacción económica de las clases bajas, pero también y cada vez en mayor medida de las clases medias asalariadas.
En este contexto y a pesar o, incluso, en contra de las medidas adoptadas por los gobiernos europeos para paliar los efectos de la crisis, esta puede desencadenar una importante ola de conflictividad social que encuentra un caldo de cultivo apropiado, más allá de las tradicionales reivindicaciones sindicales, en los olvidados o los perdedores de la globalización económica y financiera que, aunque tengan un carácter difuso, son muchos frente a las élites ganadoras.
Lo estamos viendo ya en las movilizaciones sociales, las protestas, las huelgas o las revueltas antisistema que se están produciendo en algunos países europeos (y que previsiblemente se extenderán a otros durante los próximos meses) como Grecia, con fuertes disturbios sociales de carácter libertario; Francia, que ha vivido la primera huelga general de los asalariados y parados frente la crisis global del capitalismo; Gran Bretaña, aunque en este caso con un peligroso sesgo de “nacionalismo económico” que se traduce en rechazo a los trabajadores de otros países de la Unión Europea, o los antiguos países del Este, como Bulgaria, Hungría, Letonia y Lituania, donde ha habido fuertes protestas contra la situación social y económica que sufren sus habitantes, protestas que pueden amenazar la estabilidad política de sus gobiernos.
Los ciudadanos de clases bajas y medias, profesionales asalariados, de los países europeos llevan varios años sometidos a diferentes procesos de exclusión social. No es de extrañar que, ahora, con la explosión de la crisis en todas sus dimensiones y con la ola despidos masivos, sientan la necesidad de expresar su malestar por los agravios a los que se ven sometidos en un contexto que frustra cada vez más sus expectativas. Se empieza hablar, incluso, del renacer de la “lucha de clases”.
Asistimos a una mezcla de insatisfacción y temor ante una perspectiva social, laboral, económica, energética y climática cada vez más insegura, y de frustración de las legítimas ambiciones de ascenso social de la población. Esta mezcla no solo se manifiesta en un nuevo tipo de conflictividad social difusa en manos de nuevos movimientos sociales y obreros de base libertaria -junto con los sindicatos clásicos y partidos de izquierda o extrema izquierda que están resurgiendo en algunos países-, sino también en un nuevo tipo de regresión identitaria que pueden ser más fuerte que la vivida en los últimos años o, incluso, en otro tipo de regresiones sociales como el nacionalismo político y económico o la xenofobia institucional.
El riesgo último está en el peligro de ruptura de la cohesión social y de los vínculos de la integración de consecuencias hasta ahora imprevisibles. Por ello, la solución no está únicamente en más regulación, ni siquiera en preservar los logros de un Estado del bienestar que solo existe en algunos países europeos, sino también en buscar alternativas, en reformas profundas del actual modelo económico y social.
No se trata tampoco de que el Estado acuda al rescate, como defiende el liberalismo, lo cual no supone ningún triunfo de la tesis socialdemócrata, como dicen algunos, ya que a lo largo de la historia siempre el Estado ha respaldado y rescatado, cuando ha sido preciso, al sistema económico: no en balde fue el liberalismo económico y político el que fundó el Estado moderno como un “Estado de propietarios libres”, tal y como lo teorizó John Locke.
El retorno de la conflictividad social en los países europeos puede ayudar a constatar una realidad que es preciso cambiar. Ahora que agoniza el neoliberalismo, tenemos el deber ético de transformar el sistema que nos ha conducido al colapso actual.
Artículo publicado en El Periódico de Catalunya.
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