lunes, 24 de agosto de 2020

No hay atajos hacia el cielo

 


La lucha por “conquistar el cielo” ha sido desde Marx recurso semántico habitual en la izquierda política, para caracterizar el momento revolucionario en el que las fuerzas populares logran acceder al poder o al autogobierno de su propia existencia. La base de la democracia liberal, incorporaba la soberanía popular como ícono político de la misma y la llamada cuestión social, que movió durante los siglos XIX y XX a la ciudadanía para la conquista de derechos, promovió, en las llamadas democracias avanzadas, el Estado social y democrático de derecho.

No es mi intención enumerar y menos analizar las frecuentes crisis económicas y sociales que el sistema político de la democracia liberal – del que Winston Churchill dijo “es el menos malo de los sistemas”- ha padecido desde los años 70 hasta la actualidad. Sí doy por supuesto la profunda contradicción actual con sus enunciados y principios en lo que atañe al eje de soberanía, debido a la hegemonía del mercado capitalista sobre el estado y la sociedad. Dicha contradicción ha supuesto su progresiva deslegitimación sistémica y desafección ciudadana.

“La llaman democracia y no lo es” “no somos mercancías en manos de políticos y banqueros” clamaban en las plazas de España los indignados del 15 M en 2011. Este momento representó la explosión patente de la indignación social ante las consecuencias lamentables de la crisis e interpelaba a los agentes económicos y políticos por la conjunción de vulnerabilidades sociales y falta de perspectivas vitales de buena parte de la población, muy especialmente de la juventud. De la popularidad de este movimiento nos ilustra el hecho de que los sondeos de opinión del momento situaran en un 65% su aceptación social. Su réplica en diferentes ciudades del Mundo internacionalizó su prestigio. El fragor de la democracia deliberativa en las plazas, bien hubiera podido producir un momento “constituyente” organizativo de la sociedad civil más consciente, a pesar del resquemor institucional del que llamaron el Régimen del 78 y de la represión policial.

La sociedad cautiva del mercado, desarmada por la interiorización de valores del sistema y bombardeada por los medios de comunicación, precisa momentos de encuentro de sensibilidades y visión cara a cara, de autopercepción como conjunto de voluntades y construcción del sujeto colectivo, conformado mediante la acción deliberativa y más allá de la observación pasiva de los espectáculos de masas. El 15M reunía elementos proclives para   el encuentro social deliberativo. La conjunción de voluntades e inteligencia colectiva hacían viables las condiciones para comenzar un proceso de ruptura con la sociedad atomizada y la construcción de iniciativas de desarrollo social autónomas del Estado y del mercado. Sin embargo las prisas por adquirir poder para cambiar las cosas llevaron a parte de actores del movimiento a organizarse políticamente para litigar por el acceso a las instituciones.

“Vamos poco a poco porque vamos lejos” observaban los más conscientes del potencial de acción colectiva inherente en la multitud indignada. El poeta Marcos Ana, ya fallecido, el preso político que más años pasó en una cárcel franquista decía que “la única forma de que cambien las cosas es que los cambios sean lentos” y es que no hay que dejarse deslumbrar por la voràgine del espectáculo político, muchas veces lampedusiano (cambiarlo todo para que nada cambie).

Una parte del movimiento del 15M, conformada por jóvenes lideres y profesores universitarios, pensó que constituirse en fuerza política para acceder a las instituciones, podía ser un revulsivo que acelerara el cambio necesario en España. Pablo Iglesias enfatizó en un mitin en 2014 “El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto” Podemos creyó que con el “asalto” electoral a las instituciones, sus grandes ideas transformadoras iban a ser el revulsivo político que cambiara la sociedad. A posteriori, cada cual puede juzgar el resultado, se han hecho muchas observaciones y análisis respecto a la deriva de Podemos a partir de la Asamblea de Vistalegre II en febrero de 2017, a partir de su fusión con IU para fundar UP y especialmente a partir de su entrada en el actual Gobierno de coalición con el PSOE. A día de hoy el batacazo electoral en Galicia y Euskadi y el ensañamiento de la oposición y los medios con Podemos bien pudiera suponer el final de su aventura celeste.

No es mi deseo entrar a analizar el complejo desarrollo político e institucional en el trayecto de Podemos y UP, si bien pienso que para izquierda institucional en 2014, fecha de fundación de Podemos, ya estaba IU y que el movimiento indignado de las plazas reunía potencial transformador para el progresivo empoderamiento y autoorganización social. La revolución siempre pendiente y la que merece la pena es la social, eso lo saben muy bien el neozapatismo y los movimientos autónomos y libertarios. Pero la vía social es larga y no cabe en los que están ávidos de poder. Si no hay condiciones contextuales culturales y de acción y conciencia social a la altura, cualquier intento de cambio desde el poder será baldío. El camino es largo, no hay atajos para “subir a los cielos” y las organizaciones sociales hemos de creer que podemos transformar la sociedad desde abajo, pero para ello hemos de estar mucho más coordinadas y con la vista puesta en un proyecto de cambio social común.

Cualquier persona activa hoy y con proyección hacia el cambio social habría de conocer la realidad del S.XXI y su gran complejidad, comprender que la época de los grandes y fáciles discursos revolucionarios quedó atrás. Eso hace más compleja y difícil, pero igualmente necesaria la construcción de proyecto de acción social colectiva. Su mera posibilidad habría de constituir el tenaz empeño de estas personas y colectivos para promover y abrir la participación deliberativa a amplias capas de la población.