domingo, 22 de noviembre de 2020

¿Acabarán los robots con el trabajo asalariado?

  

Hace tiempo que se habla de la decadencia del factor trabajo en la producción, especialmente en la producción mercantil y que aumenta el número de personas desempleadas consecuentemente al despegue del factor tecnológico. Jeremy Rifkin, en su libro de 1995 “El fin del trabajo”, recogiendo las tendencias existentes, pronostica un futuro en el que la tecnología desplazará a las personas en muchos sectores, lo que plantea una reflexión global sobre el trabajo asalariado dentro de la actual estructura económico-productiva y social.

Cabe primero preguntarse si el sistema económico y social en el que se da el proceso de pérdida de centralidad del trabajo responde a las necesidades de la sociedad en su conjunto y si no fuera así, buscar los correctores necesarios para ello. El proceso de tecnologización creciente de la producción no ha supuesto una mayor calidad de vida generalizada. Muchos estudios han evidenciado que el incremento de la tecnología y la automatización en la producción viene acentuando la desigualdad, se crean menos trabajos y más precarios ¿Hasta cuándo? Habremos de recordar que la tecnología no representa un bien en sí mismo, sino en función de sus usos y consecuencias sociales. El capital de una persona trabajadora lo genera su esfuerzo laboral “Mis manos, mi capital” ¿Qué pasa cuando la tecnología la desplaza del proceso productivo en un sistema que ha erigido un altar al beneficio empresarial? Y ¿Qué pasa cuando cuestionar el uso de la tecnología se ve como sinónimo de cuestionar el progreso? en aras del “progreso” se desplaza a trabajadores de su forma de sustento. No era tecnofobia lo que alimentó en el S. XIX el ludismo, sino el empleo de la tecnología contra los derechos de los trabajadores, y para el beneficio exclusivo de rentistas, “El trabajador solo respetará la máquina el día que ésta se convierta su amiga, reduciendo su trabajo, y no como en la actualidad, que es su enemiga, quita puestos de trabajo y mata a los trabajadores” (Émile Pouget).

También cabe reflexionar sobre los usos tecnológicos orientados a la maximización productiva y al productivismo (producir por producir) en una ciega carrera hacia la maximización nuevas necesidades sociales inferidas, que retroalimenten el PIB y el beneficio económico de las empresas, sin tener en cuenta la sostenibilidad del proceso, la huella ecológica y los límites del planeta. La tecnología ha sido secuestrada por los “sueños húmedos” y cortoplacistas del capital en aras de conseguir “máquinas de hacer dinero” y sin embargo su despliegue requiere grandes inversiones en investigación e infraestructuras que no realizará el sector privado, sino la sociedad en su conjunto.

En realidad, una sociedad madura no habría de plantearse si la tecnología en su fase robótica acabará con el trabajo asalariado, esta pregunta es propia de sociedades dependientes e infantilizadas por la construcción cultural capitalista. La sociedad crítica tiene en este momento, en beneficio del desarrollo humano, los retos sociales e intelectuales más apasionantes de la historia. Habremos de valorar objetivamente y más allá de su aspecto instrumental y su innegable rol como factor de explotación de clase, lo que supone el trabajo como eje de organización, cohesión social, corresponsabilidad y solidaridad a nivel colectivo y de experiencia vital más o menos nutriente y realizadora para las personas. Habremos de reorientar la producción, la tecnología y el trabajo en la dirección que sirva a las auténticas necesidades humanas. No es el trabajo lo que está en crisis, es el sistema cuando no responde a las necesidades de la sociedad.

Hay alternativas dignas al trabajo, aunque habrá que elaborar nuevas taxonomías de trabajos dignos y acordes a las necesidades humanas, sociales y ecológicamente responsables, poniendo en primer lugar en valor los “invisibles” trabajos de cuidado y reproductivo. Un trabajo digno es uno de los factores esenciales de realización humana y el derecho al trabajo ha de constituir un factor irrenunciable de toda sociedad.

Keynes predijo en los 40 un mundo en el que las personas trabajaran 15 h a la semana para procurar dignamente su sustento. Está claro que Keynes creía en una sociedad democrática e igualitaria, donde se consolidara el pleno empleo y en la que la tecnología fuera un factor de equidad y de liberación del trabajo más doloso. Los Trabajos del Club de Roma a principio de los 70 incidían ya en “Los límites del crecimiento” y planteaban ya orientaciones más responsables y humanas para el trabajo. Sin embargo las políticas fácticas, raptadas por las irresponsables oligarquías económicas, han primado el beneficio y el crecimiento económico sobre el desarrollo humano sostenible y siguen alimentando la exclusión, explotación y precarización laboral.

Un conjunto de alternativas nos interpelan para posibilitar el diálogo y la construcción social colectiva de tecnologías y trabajos más responsables. Entre ellas queremos destacar, de momento, El reparto de trabajo mediante reducción significativa de la jornada laboral, y la puesta en valor del trabajo de cuidados y reproductivo, así como la revisión profunda del modelo tecnológico y productivo que defienden las teorías sobre el decrecimiento económico.

lunes, 7 de septiembre de 2020

¿Un golpe de estado silencioso en España?

 



En 2009 el execonomista jefe del FMI Samuel Johson, describía en un artículo la crisis financiera de Wall Street como el fatal desenlace de un “golpe de Estado silencioso”. Durante años y bajo el lema “Lo que es bueno para Wall Street es bueno para el país” la élite financiera marcó el rumbo de la economía ante las manos caídas o complicidad de los gobiernos, convirtiendo finalmente la principal economía del mundo en una “república bananera” que acabó implosionando con la crisis de 2008.

En España podríamos igualmente hablar de un golpe de estado del capital financiero desde los años 90 hasta el presente, lento y revestido de “motivaciones doradas” por nuestros diversos gobiernos. La entrega a la banca privada de una nada despreciable banca pública en los 90 y posteriormente el operativo desplegado para malvender o regalar las cajas nacionalizadas a las finanzas privadas, constituyen una parte sustancial de la toma silenciosa del poder económico-financiero en España por las corporaciones bancarias. Del mismo modo que en los USA, lo que era bueno para los accionistas de BBV, BSCH, Banco Sabadell, o CaixaBank, era bueno para España. Supongo que las decisiones políticas que “bendijeron” las operaciones se tomaron al albur de dos tipos de estímulos, unos positivos: la participación en consejos de administración, vía puertas giratorias, la financiación de los partidos o la exención del pago intereses en los créditos formaban parte de la trastienda de las operaciones. Otros negativos ante chantajes o amenazas de externalizaciones de servicios, entidades o capital.

Las fusiones y absorciones forman parte del código genético del capitalismo, las empresas que no crecen acaban desapareciendo o no contando en el reparto del mercado. Consecuencia de ello es la formación de oligopolios que acumulan poder dentro de sus sectores, en este caso el financiero. Tres décadas han supuesto el proceso de acumulación de un oligopolio que ya ostenta uno de los índices de concentración bancaria más altos de Europa, seis veces el de Alemania, con el coste que ello lleva para la competencia y para los consumidores. Después de la fusión (absorción en la práctica) Bankia-CaixaBank, el oligopolio adquirirá proporciones de dominio total sobre el sistema financiero y acabará con el sueño de una banca pública como única forma de disponer de una parte del sector financiero democratizada al servicio de los ciudadanos y capaz de desplegar líneas de crédito que no asume la banca privada. Una Banca pública al servicio de una economía social y ecológica, que combata los excesos de la banca privada movida por el beneficio, mediante el crédito, o bien a muy corto plazo mediante la especulación, la domiciliación de filiales en refugios fiscales, la comercialización de productos estafa y activos tóxicos, el empleo de comisiones abusivas, la reducción de plantillas, el cierre de oficinas y la exclusión financiera.

La codicia sin límites de la banca privada no podía tolerar en los años 90 un sector público que en algún momento equiparó su capacidad crediticia, ni más tarde la competencia de las cajas en cuanto a depósitos y crédito. La presión o el cabildeo con los sucesivos gobiernos está a punto de conseguir gran parte de sus objetivos con esta “fusión”, con la privatización casi total del sector financiero condicionarán sustancialmente las decisiones en política económica. Se habrá cerrado en España el “golpe de estado silencioso” y afianzado una dictadura corporativo-financiera en el seno de una “monarquía bananera”

Pedro Sánchez - siendo que a los ministros de UP se les ha mantenido ajenos a las negociaciones - ha manifestado que se pretende que la fusión se realice de tal forma que se maximicen los activos del Estado en beneficio de la ciudadanía. Lo que no ha explicado es que la fusión entierra definitivamente un proyecto de banca pública en España y que el Estado pasa, de tener el control de una banca nacionalizada con el 61% de acciones a ser accionista minoritario en una entidad privada. Olvida asimismo hablar de qué parte de los 24.600 millones de euros del rescate de Bankia, de los que hasta el momento solo se han devuelto 3000, va a recuperar o no la ciudadanía.

Se ha mantenido a la ciudadanía deseducada y ajena a los problemas económicos que le afectan, sin saber analizar sus causas. Es hora de despertar.

 

 

lunes, 24 de agosto de 2020

No hay atajos hacia el cielo

 


La lucha por “conquistar el cielo” ha sido desde Marx recurso semántico habitual en la izquierda política, para caracterizar el momento revolucionario en el que las fuerzas populares logran acceder al poder o al autogobierno de su propia existencia. La base de la democracia liberal, incorporaba la soberanía popular como ícono político de la misma y la llamada cuestión social, que movió durante los siglos XIX y XX a la ciudadanía para la conquista de derechos, promovió, en las llamadas democracias avanzadas, el Estado social y democrático de derecho.

No es mi intención enumerar y menos analizar las frecuentes crisis económicas y sociales que el sistema político de la democracia liberal – del que Winston Churchill dijo “es el menos malo de los sistemas”- ha padecido desde los años 70 hasta la actualidad. Sí doy por supuesto la profunda contradicción actual con sus enunciados y principios en lo que atañe al eje de soberanía, debido a la hegemonía del mercado capitalista sobre el estado y la sociedad. Dicha contradicción ha supuesto su progresiva deslegitimación sistémica y desafección ciudadana.

“La llaman democracia y no lo es” “no somos mercancías en manos de políticos y banqueros” clamaban en las plazas de España los indignados del 15 M en 2011. Este momento representó la explosión patente de la indignación social ante las consecuencias lamentables de la crisis e interpelaba a los agentes económicos y políticos por la conjunción de vulnerabilidades sociales y falta de perspectivas vitales de buena parte de la población, muy especialmente de la juventud. De la popularidad de este movimiento nos ilustra el hecho de que los sondeos de opinión del momento situaran en un 65% su aceptación social. Su réplica en diferentes ciudades del Mundo internacionalizó su prestigio. El fragor de la democracia deliberativa en las plazas, bien hubiera podido producir un momento “constituyente” organizativo de la sociedad civil más consciente, a pesar del resquemor institucional del que llamaron el Régimen del 78 y de la represión policial.

La sociedad cautiva del mercado, desarmada por la interiorización de valores del sistema y bombardeada por los medios de comunicación, precisa momentos de encuentro de sensibilidades y visión cara a cara, de autopercepción como conjunto de voluntades y construcción del sujeto colectivo, conformado mediante la acción deliberativa y más allá de la observación pasiva de los espectáculos de masas. El 15M reunía elementos proclives para   el encuentro social deliberativo. La conjunción de voluntades e inteligencia colectiva hacían viables las condiciones para comenzar un proceso de ruptura con la sociedad atomizada y la construcción de iniciativas de desarrollo social autónomas del Estado y del mercado. Sin embargo las prisas por adquirir poder para cambiar las cosas llevaron a parte de actores del movimiento a organizarse políticamente para litigar por el acceso a las instituciones.

“Vamos poco a poco porque vamos lejos” observaban los más conscientes del potencial de acción colectiva inherente en la multitud indignada. El poeta Marcos Ana, ya fallecido, el preso político que más años pasó en una cárcel franquista decía que “la única forma de que cambien las cosas es que los cambios sean lentos” y es que no hay que dejarse deslumbrar por la voràgine del espectáculo político, muchas veces lampedusiano (cambiarlo todo para que nada cambie).

Una parte del movimiento del 15M, conformada por jóvenes lideres y profesores universitarios, pensó que constituirse en fuerza política para acceder a las instituciones, podía ser un revulsivo que acelerara el cambio necesario en España. Pablo Iglesias enfatizó en un mitin en 2014 “El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto” Podemos creyó que con el “asalto” electoral a las instituciones, sus grandes ideas transformadoras iban a ser el revulsivo político que cambiara la sociedad. A posteriori, cada cual puede juzgar el resultado, se han hecho muchas observaciones y análisis respecto a la deriva de Podemos a partir de la Asamblea de Vistalegre II en febrero de 2017, a partir de su fusión con IU para fundar UP y especialmente a partir de su entrada en el actual Gobierno de coalición con el PSOE. A día de hoy el batacazo electoral en Galicia y Euskadi y el ensañamiento de la oposición y los medios con Podemos bien pudiera suponer el final de su aventura celeste.

No es mi deseo entrar a analizar el complejo desarrollo político e institucional en el trayecto de Podemos y UP, si bien pienso que para izquierda institucional en 2014, fecha de fundación de Podemos, ya estaba IU y que el movimiento indignado de las plazas reunía potencial transformador para el progresivo empoderamiento y autoorganización social. La revolución siempre pendiente y la que merece la pena es la social, eso lo saben muy bien el neozapatismo y los movimientos autónomos y libertarios. Pero la vía social es larga y no cabe en los que están ávidos de poder. Si no hay condiciones contextuales culturales y de acción y conciencia social a la altura, cualquier intento de cambio desde el poder será baldío. El camino es largo, no hay atajos para “subir a los cielos” y las organizaciones sociales hemos de creer que podemos transformar la sociedad desde abajo, pero para ello hemos de estar mucho más coordinadas y con la vista puesta en un proyecto de cambio social común.

Cualquier persona activa hoy y con proyección hacia el cambio social habría de conocer la realidad del S.XXI y su gran complejidad, comprender que la época de los grandes y fáciles discursos revolucionarios quedó atrás. Eso hace más compleja y difícil, pero igualmente necesaria la construcción de proyecto de acción social colectiva. Su mera posibilidad habría de constituir el tenaz empeño de estas personas y colectivos para promover y abrir la participación deliberativa a amplias capas de la población.

jueves, 23 de julio de 2020

¿Hay salidas a la dictadura de los mercados, bajo la cáscara de democracia liberal, en la era global?





Quien haya visto la excelente película del director Sydney Pollack “Danzad, danzad, malditos” no tendrá dificultad en establecer un cierto paralelismo, en cuanto a posible representación simbólica de su argumento, con el desarrollo de los actuales procesos electorales y de investidura maratoniana en nuestras democràcies liberales.

Mientras la música continúa sonando en la pista de las performances democráticas y las gentes siguen apostando por aquellos candidatos que mejor sobrelleven el cansancio en el baile electoral post-crisis, en los accesos a la fiesta siguen apostados y controlando la pista de baile los que siempre han hecho negocio con todos los espectáculos, los que han sacado réditos de todas las crisis, los plutócratas de turno.  Al mismo tiempo que los susodichos mantienen su apuesta política preferente bien situada desde los altavoces del recinto patrio bajo su control.

Focos y cámaras no dejan por un segundo de cubrir a los líderes representantes de este espectáculo, que acaparan así la exclusividad en las expectativas políticas de las gentes. El mañana se está jugando mediante un baile maratoniano de declaraciones, posicionamientos, cifras y pactos que se nos tratan de mostrar, mediante un totum revolutum, como el universo de las propuestas políticas con respecto a lo posible. Por lo enconado de la contienda podría deducirse que los vencedores habrían de ser, de facto, los líderes que en el futuro pudieran cambiar nuestra situación, haciendo posibles los deseos de quien en ellos confían; que fueran a ostentar el poder de decisión sobre lo sustancial que afecta a lo particular y lo colectivo.

El premio, para estos aventureros del espectáculo electoral, sería poder ejercer su profesión política en el gobierno de la nación, durante un tiempo estipulado en el que tendrían el honor de servir al bien común de la comunidad política que los ha elegido y muy especialmente el privilegio de priorizar y favorecer el de sus votantes y/o fuerzas sociales o económicas que les dan apoyo.

Hasta aquí se podría argumentar el guion pre-diseñado de este momento estelar de la democracia, el de la elección de las candidaturas más apoyadas por la ciudadanía y el consiguiente proceso de investidura, en un ejercicio necesario como ritual de delegación de la soberanía popular. No obstante este ritual tiene una forma y un fundamento establecidos desde el sistema que periódicamente monta esta “fiesta” electoral.

Gui Debord y el movimiento Internacional Situacionista, que alimentó el espíritu del Mayo francés, argumentaron sobre lo que denominaron Sociedad del  Espectáculo. Lanzaron este constructo contra la cara-espectáculo de la sociedad y sus ritos y en concreto también en lo que afecta a la máscara de las categorías políticas representativas. Las elecciones en esta sociedad del espectáculo se producirían como una realidad ritual, una forma procedimental caracterizada y pre-establecida desde el Poder. La representación se muestra así como algo más real que la experiencia vivida y  somete al individuo a la condición de espectador pasivo y a aceptar pasivamente el estado de cosas existente. Los ritos de la sociedad del espectáculo retroalimentan continuamente los aspectos míticos del poder.

El mito demócrata liberal del poder como soberanía popular es el más extendido y compartido de la política desde las revoluciones  francesa y americana hasta nuestros días. Como todo mito cumple una función de anclaje de la representación en un ideario, que es el ideario que acompaña a los procedimientos implícitos en los rituales democráticos.

Contrariamente a la idea de soberanía popular plasmada en los ordenamientos legislativos, un buen número de autores desde la política, la sociología, la economía o la filosofía han abundado en el aspecto ritual y mítico de la democracia liberal o formal. En realidad muchos son los autores que han hablado de la realidad elitista de las democracias occidentales. Las élites políticas, militares y económicas, decía el sociólogo norteamericano Wraight Mills en los años 60 del siglo pasado, poseen un punto común sobre el Mundo que hacen prevalecer e imponen socialmente, pero por encima de todas está la élite económica que predomina sobre todas las demás. Fue un politólogo, precisamente liberal, Robert A. Dahl quien en los 70 habló de que el ordenamiento democrático constituía en realidad una Poliarquía, en donde diferentes oligarquías políticas competían por obtener el poder. Aunque el caso es que como muy bien señaló Wraight Mills, el poder político siempre ha sido subsidiario del económico en los actuales sistemas democráticos.

Pero sobre todo y como ha ilustrado el marxismo epistemológico, la democracia liberal hoy no es sino el telón de fondo donde se reproduce la lucha de clases como motor de la historia, en el sistema capitalista actual. En esta democracia formal, el logro democrático igualitario de facto vendría dado por la derrota parlamentaria de las fuerzas capitalistas oligárquicas, siendo que, cada vez más, se constata cómo una democracia real es estrictamente incompatible con el sistema capitalista. Como explicitaron teóricos sobre la democracia en diversas épocas, como Alexis de Tocqueville o Norberto Bobbio, la democracia, aparte de con la libertad de voto, tiene mucho que ver con las cuotas de igualdad conseguidas en la sociedad; ha de ser procedimental y sustancial.

Finalmente, las teorías anarquistas desde el socialismo libertario desconfiarían de cualquier forma de estado como garante de la democracia posible y propondrían organizar la sociedad en torno a confederaciones de comunidades o comunas libres y autogestionadas. El mayor valor de las corrientes diversas de pensamiento libertario, ha sido los valores que han proyectado en diversos movimientos sociales y sociedad crítica. La democracia directa, radical, participativa y la crítica de la representación, reivindicando otras formas de hacer política, más consultas ciudadanas y una democracia informada y de base. Estos han sido avances sociales teñidos en parte de algunos valores que los movimientos libertarios han ido imprimiendo en la sociedad.

Llegados a este punto, surgen preguntas inevitables que nos enfrentan a la verdad desnuda de la política ¿Quién tiene poder y cómo lo ostenta?

Hemos de preguntarnos por la naturaleza del poder político, en qué consiste y bajo qué forma se representa.  También establecer el territorio o unidad política en la que se ejerce. Otra pregunta es cómo se distribuye el poder en la sociedad. Así mismo hay hoy que preguntarse sobre el grado de poder que adquieren los representantes electos para poder decidir y gestionar políticas basadas en el encargo delegado por la sociedad y por su propio programa político.

Desde que sucumbió el bloque soviético, en el que el poder estaba concentrado en los aparatos del Estado, fue un solo sistema, el capitalismo el que heredó la faz de la tierra. La falta de  contrapoder global, supuso la extensión del libre mercado al mismo tiempo que el cuestionamiento de lo que de estado había en las ideas políticas socialdemócratas y en el Estado de bienestar. Los conservadores anglosajones adoptan el ideario del neoliberalismo a final de los 70  y éste impregna en los 90 la socialdemocracia, que por medio de la llamada Tercera vía transforma su sustancia de facto en social-liberalismo. A día de hoy las políticas neoliberales que comienzan con Ronald Reagan y Margaret Thatcher han prendido en todo el globo, que cada vez más se aproxima a constituir una finca global de las grandes corporaciones, sean estas privadas, o estatales en antiguos países comunistas o emiratos árabes.

Por otra parte, con el desarrollo de la globalización, se ha transformado la naturaleza de la acumulación capitalista. El desarrollo exponencial del capital ficticio en el conjunto de la economía, ha supuesto grandes transformaciones en los equilibrios globales de poder. Si con el triunfo, en los 80 y 90, de la factoría neoliberal el mercado infringió un duro castigo a la sociedad mediante la reducción sustancial del estado de derecho, con el hiperdesarrollo del sector finanzas dentro de la economía a partir de los años 90 se ha producido una mímesis importante del capitalismo global, que de una fase de capitalismo productivo ha mutado en capitalismo financiero, lo que nos lleva a hablar hoy de una economía financiarizada. Por cada euro, dólar o unidad monetaria que se emplean en el desarrollo de la economía productiva, se están moviendo  96 en la economía especulativa. Esto pervierte cualquier tipo de bondad que en el pasado se haya podido atribuir al sistema capitalista y convierte la economía en un juego de casino en el que, en función del enriquecimiento ilimitado y el poder consecuente que proporciona, una minoría de plutócratas depredan las vidas y el planeta en una carrera despiadada y sin sentido hacia ninguna parte.

Mientras a este estado de cosas económicas y la enorme desigualdad que genera, se le sigue llamando democracia, los diversos partidos políticos pretenden que la ciudadanía les delegue, a través del voto, un poder que este sistema no pone de facto en manos de los representantes. La globalización financiera ha acabado – a través de la competencia, la desregulación, la liberalización y privatización – convirtiendo los estados concretos en fincas particulares de los plutócratas globales. Lo que mueve el mundo de la vida hoy es fundamentalmente la lógica de los inversores. En este nuevo orden de cosas el papel al que esta plutocracia global quiere reducir los gobiernos, es el ser los “mayordomos” de sus fincas u estados y el papel de las administraciones se convertiría en el de ser las “amas de llaves”. Esto que en principio puede resultar aventurado y grotesco, puede no ser tanto si bien lo pensamos. En este magma de poder, la soberanía popular se hundiría e invisibilizaría bajo el peso de la desposesión. Se ha producido un movimiento tectónico en el necesario equilibrio de poderes entre el Estado, Mercado y Sociedad. Hace dos décadas que se viene hablando de dictadura de los mercados.

Paralelamente a la pérdida de poder y control por parte de los gobiernos, el sistema profundizaba y globalizaba sus propios riesgos, al mismo tiempo que generaba nuevos. Cada riesgo genera un peligro para las sociedades y el planeta, así que el abordaje de los riesgos se convierte necesariamente en cuestión política. En una fase de autoconciencia reflexiva, la sociedad puede llegar a ser consciente de los peligros y amenazas incontroladas que genera y esto a nivel político se convierte en conflictos sobre los males que se producen y las responsabilidades de cada cual. Este hecho incontrovertible, lo explica muy bien Ulrich Beck en sus libros “La sociedad del riesgo” (1986) y La sociedad del riesgo Global (2001). Esta sociedad del riesgo, arguye Beck diluye los lazos sociales, motivo por el que la sociedad sufriría un proceso de individuación creciente.

En la época global de interconectividad, intercausalidad e interdependencia crecientes surgen nuevos riesgos globales que generan una época de gran  incertidumbre, lo que añade grandes dosis de complejidad al ejercicio de la política. De todos es sabido que la globalización financiera ha generado riesgos que impiden a los estados resolver los peligros que atenazan a sus sociedades basándose en  la gestión política propia. Este es el principal factor que hoy minimiza la capacidad de los estados para abordar con solvencia las causas de, por ejemplo, la crisis financiera y económica, el mercado laboral, la crisis del Estado de Bienestar, el deterioro del medioambiente, los conflictos bélicos por los combustibles fósiles y otras industrias extractivas, el terrorismo internacional y otros riesgos globales.

Mientras la democracia está secuestrada por los mercados y el mero ejercicio político queda muy restringido por el peso de las corporaciones globales, la escasa sociedad organizada languidece entre las trampas de los cercos patrios, pues los representantes a quienes se dirigen las reivindicaciones, ya solo son meros mayordomos que gestionan las reglas de juego de los señoritos globales. Por otro lado el gran conjunto social irreflexivo e inconsciente, permanece aferrado a la reproducción de los actos y valores que alimentan al gran depredador global. Podríamos decir que hoy avanza como nunca el sueño de Margaret Thatcher cuando dijo “La sociedad no existe. Hay individuos, hombres y mujeres y hay familias».

Las crisis no generan oportunidades, solo a una minoría plutócrata, pero lo que sí sucede es que ayudan a las personas a valorar lo que se perdió con ella y a reflexionar sobre el por qué. Es esto lo que puede crear de nuevo las condiciones de construcción de nuevos entramados de movimientos sociales resistentes a sus efectos y por el cambio.

Estamos ahora en un momento de estupor social, donde se derrumban cada día derechos adquiridos a nivel económico y social y en donde se disparan las desigualdades. Sin embargo, no solo “el Rey está desnudo”, la sociedad también. Ante el gran poder del depredador global, no hay proyecto político alternativo, ni posibilidad de cohesión social crítica y de revuelta. El Mercado se ha apoderado y enseñoreado del mundo de la vida y de las instituciones.

Todas las viejas tradiciones políticas de izquierda se han quedado sin apenas discurso, porque aquí no se vislumbra hoy nada que asaltar, o por lo menos asaltable. Asaltar el Estado es difícil para la izquierda en las sociedades pluralistas desarrolladas, dado el transfondo pluralista y dividido políticamente de la sociedad. Es más, en los últimos tiempos son las fuerzas neoliberales las que ostentan la mayoría representativa en Europa y los parlamentos de todos los países desarrollados.
A esto hay que añadir que la izquierda tradicional, o bien ha sido asimilada, o bien ve chocar sus argumentos contra los muros, hoy infranqueables, de la globalización capitalista.

Deconstruir el actual estado de cosas es el reto de cualquier fuerza emancipadora hoy, sea a nivel social o político. Es ya hora de plantearse un salto cualitativo en las respuestas desde la política y la sociedad. Al Gran depredador solo hay posibilidad de ofrecerle resistencia si la sociedad y la política cambian su enfoque restrictivo territorial en exclusiva y se organizan para salir también a presentar batalla en el marco que el juego está planteado desde hace tiempo, en el terreno global.

El marco estatal está claramente incapacitado para crear emancipaciones sostenibles, porque el marco global establecido es el de competencia y en este marco todas las sociedades luchan por conquistar beneficios, muchas veces a costa de otras sociedades contendientes. Aparte de esto, como hemos podido ver en los casos de Grecia, Cuba, Venezuela, Brasil, Bolivia o Ecuador recientemente, la diferencia no se tolera. Las personas solas no son nada, los países aislados tampoco.

Cuando no es posible afrontar el paradigma de ciudadanía desde los Estados nación, la multitud global más consciente, habrá de redefinir el contexto de ciudadanía con valores que trasciendan la nación y derriben la mayor arma del capital: el haber sometido a los estados a la competencia.
No hemos de dejar el cosmopolitismo en manos de los inversores globales. Todo lenguaje se prostituye y el término cosmopolitismo hoy, como vendrá observando cualquier lector habitual, sirve para nombrar a los agentes del negocio global, que invierten no importa donde, solo que obtengan los mayores beneficios a costa de la sociedad y el planeta. El cosmopolitismo habría de ser junto al internacionalismo los dos grandes ejes de la ciudadanía global empoderada.

Cuando hace tiempo se hundió la esperanza de enarbolar internacionalmente los valores republicanos y en gran parte han sido sustituidos por los valores del neoliberalismo: Individualismo posesivo, competitividad y consumo irresponsable. La competencia nos lleva a enfrentarnos al otro y a establecer fronteras físicas, psíquicas y mentales ante él, sea persona o estado. Tendremos que dejar de construir más muros, diluir las fronteras interpersonales y hacernos ingenieros de la solidaridad y la cooperación para tender puentes, para unir pueblos. El cambio de paradigma, para salvar la vida y el planeta, ha de ser muy profundo y ha de prender en la conciencia y en los corazones.

Es tiempo ya de decir basta, de no dejar pasar, por parte de las fuerzas del cambio conscientes ni un minuto más en organizarse a nivel europeo y a nivel global. Hay en este sentido tímidos movimientos de sectores sociopolíticos de ciudadanía en Europa que habremos de seguir muy de cerca en los próximos tiempos.

Ulrich Beck nos habla de una revolución cosmopolita de signo republicano y llama a los artífices de esta revolución “los hijos de la libertad” que constituirían una comunidad no territorial que luche globalmente por combatir la globalización mediante valores y objetivos cosmopolitas. Organizar estas redes de ciudadanos y ciudadanas sería la herencia más honrosa de aquellos que en los siglos XIX y XX viajaron por el Mundo organizando las Internacionales contra la explotación capitalista.